Suzanne Wolf era, verdadera o no, rubia… Una mujer con mucho estilo, de rasgos grandes y agresivos, una melena corta, una boca grande y de labios naturales y asimétricos rodeados de cuatro perfectos hoyuelos que podrían haber sido junto con su metro y setenta y tres centímetros y sus largas y atléticas piernas el secreto de su carisma. Pero sólo ella sabía su verdadero poder.
Pasó las noches con ayuda de una larga manguera amarilla. El ritual era diario: cuando nadie la ve, se desnuda lentamente y deja pasear su cuerpo bronceado por la terraza; pone la posición del chorro en vaporizador y procede a la orgía acuática. Se demora en secarse, le gusta sentir el aire sobre su piel mojada. Todavía húmeda, pasa a su cama, digna de una princesa de cuento de hadas, toda en forja blanca, donde disfruta de sus sueños y del momento que más le gusta: después de acostarse y, entre duermevelas, rememorar en cómo fue su día, a quién vio, de soñar con miradas directas y bonitas –le gustan esos ojos oscuros con un halo celeste que sólo los tienen las buenas personas–; de fantasear con imágenes de un cuerpo masculino nadando en una gigantesca piscina de polideportivo…, solo y en la oscuridad: en ese momento, ella aparece desnuda, cubierta de pequeñas gotas de sudor; es realmente una escultura, ¿quién no querría poseerla? Pero aunque Suzanne es de carne, alberga un corazón de piedra y se zambulle elegantemente en el fresco elemento hasta encontrarse con el hombre; se besan bajo el agua, entrelazan sus piernas…, pero no es un sueño sexual sino de elementos: aire, agua, fuego y tierra; ella es todos ellos y ninguno a la vez. Fantasías.
Todo comenzó en las instalaciones deportivas donde acudía a entrenar a diario. Su profesión era indeterminada, aprehendida y no muy bien vista, que requería muchas horas de sedentarios ordenador y teléfono y que la obligaban a ir al gimnasio para estar en forma. Hacer deporte no es ningún sacrificio: Suzanne disfruta cada minuto de su rutina: sobre todo, al final, cuando pone a tope la cinta de correr y mira al vacío, al horizonte; entonces, corre y corre sin cesar, cada vez más fuerte y vive dios que cuando para no es por cansancio sino porque le avisan que tienen que cerrar:
–¡Vamos, Suzanne, que cerramos!
Suzanne era una mujer que miraba hacia el horizonte; sus ojos negros tenían una mirada que hacía daño, que no traslucía sino lo que ella quería y nadie sabía nunca a ciencia cierta qué era lo que pensaba. Siempre se encontraba en los límites; los del bien y del mal, de lo legal y lo ilegal, del amor y el odio, del vivir y morir; eros y tánatos convivían por igual entre sus manos. Un ser con el poder que da la ausencia del miedo y un desmesurado atrevimiento.
Hacía dos semanas que estaba en plena locura de reformas, acuchillamiento del parquet y pintura de toda la casa. Esa noche, salió con prisas de la sala del gimnasio y se olvidó uno de sus móviles; cuando volvió a casa, tras fiscalizar las obras del día, estuvo contemplando el ocaso con una taza de té en las manos, pero, al percatarse del olvido, bajó corriendo al garaje a por su moto y en menos de dos minutos –la conducción rápida era uno de sus placeres– regresó a las instalaciones donde se entrenaba. Le abrió una simpática y agradable empleada.
–¡Menos mal! Me dejé el móvil –dijo Suzanne, esbozando esa sonrisa suya tan característica que ella muy bien sabía irresistible y cercana para utilizar en casi todas las ocasiones.
–Ven conmigo y lo recogemos… No me gusta nada bajar sola.
Comprendió perfectamente su temor cuando bajaron las escaleras y rodearon la pista de atletismo: el silencio y la ausencia de actividad, comparados con la algarabía habitual, eran inquietantes. Al entrar en la oscura sala de pesas, al final de la piscina olímpica, algo la golpeó súbitamente. Fue como un manotazo; no una corriente inesperada de aire ni un sutil soplido de esos que erizan la nuca: fue una fuerza notable que la hizo soltar la bolsa sin que llegara a caer al suelo, retenida en su muñeca al final del trayecto; comprendió en el acto que no estaba sola y que los que la acompañaban allí, en la oscuridad, quizá debajo del agua, tenían muchas muchas ganas de jugar como si llevasen mucho tiempo solos allí abajo. Percibió presencias con ganas de algo, movimiento, risas energía, ¿tal vez vida?
¿Qué te ha hecho pensar, Suzanne, que eres la única a la que le gusta hacer aparatos?
Una voz de repente desdoblada en su cabeza: ¿nunca te has fijado que las manijas del reloj están cada día adelantadas o atrasadas? Eran como voces gélidas y metálicas de una naturaleza tenebrosa como son tétricas las uñas de un payaso tamborileando sobre los azulejos blancos; tlic-tic clic-tlic…: “¡Estamos aquiií!”.
El miedo existe, pero no en las almas intrépidas. Suzanne quería saber más, más y más, ávida de información y curiosidad. Todos deseaban saber cómo se había forjado su carácter, no siempre fue valiente; de niña, tuvo que sufrir el abuso de 5 niños dos cursos superiores al suyo, la humillación de ser atada a un pino rugoso que exudaba resina pegajosa mientras se reían a placer de ella, de sus incipientes pechos; la amenazaron para que no contase nada al director del colegio y ella calló, pero se juró venganza: nunca más nada la ataría ni mantendría inmóvil, nunca…
Procesó muy rápido que, por algún motivo, ellos la buscaban y querían algo de ella que no habían podido lograr de los demás. El shining o resplandor es un don que muy pocos poseen; permite presenciar escenas del pasado y del futuro, incluso acceder a otras dimensiones. Personas con exquisita sensibilidad, como era el caso de Suzanne.
–Disculpa –le dijo con estupor a la empleada que la acompañaba–, pero, ¿qué coño pasa aquí?
–Ah, ¿lo has notado, verdad? Tranquila, yo también los siento, una compañera incluso los ha llegado a ver… Les gusta jugar con las máquinas…. Pero no te preocupes, son inofensivos; fíjate que nosotros ya realizamos las labores diarias de limpieza bajo su supervisión. Y, por cierto, que son bien exigentes…
Aunque Suzanne había decidido, aprovechando las reformas, montarse el gimnasio en casa y entrenar mirando a la montaña en vez de a los bíceps del chico francés tan-tan guapo que siempre la daba las buenas tardes con ese acento tan chic, no se olvidó del incidente y decidió seguir con su labor detectivesca.
No podía dejar de preguntarse de dónde provenía aquella fuerza o entidad, no sabía muy bien cómo llamarla ya que ella nunca creyó en Papá Noel ni en los fantasmas; de hecho, con 7 años, recordaba perfectamente cómo cogió las llaves del coche de su padre y bajó a enseñarle a su tierno hermano Daniel, de 4, que sus regalos estaban escondidos en el maletero y desvelarle, por tanto, quiénes eran realmente los Reyes Magos. Qué brujilla era… Ya tan pequeña, estaba por encima de las convenciones.
Así pues, una mañana, encendió el contacto de su descapotable biplaza gris plata, 200 caballos de motor que se quedaban cortos ante tanta pierna y tan intrépida mujer, y fue a indagar primero en la Hemeroteca Digital y después se dio un paseo por la preciosa Hemeroteca de la Biblioteca Nacional, en la madrileña plaza de Colón.
Todo apuntaba a la misma dirección: En los vastos terrenos donde hoy se asentaba el polideportivo existió antaño, en los años 20 del siglo pasado, un manicomio, el frenopático del Doctor Esquerdo; su situación al norte de Madrid, entonces bastante retirado y hoy ya absorbido por el crecimiento de la gran urbe, lo hacía idóneo para depositar allí a los familiares depresivos, maníacos o esquizofrénicos que la alta sociedad no aceptaba, pues se trataba de un hospital psiquiátrico privado, de pago y mucho pago.
Una sociedad que no aceptaba ni acepta a sus enfermos mentales, que los hacina a las afueras donde, probablemente, son mucho más felices entre pinadas y sin pensar demasiado, gracias a la medicación que los deja idos…, ¿o no?
Contaban los periódicos de la época que dicho manicomio tuvo un final un tanto caliente: fue pasto de las llamas provocadas por alguno de los huéspedes que nadie sabe cómo logró hacerse con una caja de cerillas y la lio parda: siete muertos y trece heridos con quemaduras de tercer grado. Las ruinas estuvieron abandonadas muchos años: nadie quería volver a construir sobre lugar tan tétrico.
Tras los hallazgos, Suzanne no podía quedarse quieta; estaba demasiado excitada para dejar pasar semejante historia. Además, le despertaban simpatía desde siempre: los llamados locos son gente que no quiere ser como los demás; ella misma se consideraba razonablemente loca…, con todos los respetos.
Esperó que anocheciese. La luna estaba en creciente, su filo como una guadaña: buena noche para hablar con los muertos.
Merodeó disimuladamente hasta que vio que el personal había abandonado el recinto; saltó la verja, poca cosa para sus entrenadas
piernas, aunque bajó con ellas temblando…, la falta de humildad siempre se paga. Por un instante volvieron a su cabeza el pino, la gruesa cuerda y los payasos, pero sólo por un instante. Temor era una palabra que ella siempre desechaba de su vocabulario.
–Suzanne, siempre metiéndote en líos –su conciencia–. ¿No puedes quedarte en casa tranquilita?
–Quédate tú, gilipollas, me va la marcha.
La sala de pesas estaba cerrada con llave. Se sentó fuera en el césped, pensando qué hacer; ni remotamente se imaginaba lo que iba a acontecer…
Fue un 25 de septiembre cuando Cristóbal, psicópata secundario con una marcada tendencia al retraimiento presenció el estupro: Elena acababa de ingresar en el psiquiátrico; 18 años, hija de diplomático, se había enamorado del hombre equivocado, casado y veinte años mayor que ella, e intentó suicidarse tras conocer su estado de buena esperanza…
Cristóbal, paciente de veinte años, un brillante estudiante de Derecho, nunca fue un chico popular ni mucho menos; lejos de tener amigos su apariencia desgarbada, su exagerada estatura para aquella época, 1’90 y su parquedad de palabra hacían de él una sombra errática y solitaria, todos se llevaron las manos a la cabeza cuando casi arrancó la oreja de cuajo con un mordisco al profesor de Derecho Romano tras una disputa por la nota de un examen. Y es que Cristóbal podía soportar muchas cosas…, menos una injusticia.
Los celadores salían a hurtadillas de la habitación de Elena: carne fresca, profunda sedación…, todos pensarán que lo que cae de sus
comisuras son babas. Nunca recuerdan nada de sus dos primeros días de estancia, los dejan bien suaves para evitar el shock de verse privados de la libertad.
Elena era blanca y delicada, demasiado sensible para ser feliz.
–Papá, papá, ¿por qué la gente es mala? –balbuceaba con siete años, sentada en las rodillas de su progenitor.
Aún estaba esperando esa respuesta mientras entre sueños sentía los empellones de los celadores… No puedo despertar, están golpeando la cabeza de mi bebé, ¡por favor parad!
Cristóbal aterrizó en la escena cuando los celadores y se dirigían satisfechos, fumando y entre risas, al patio del manicomio; entró corriendo en la habitación, la recogió entre sus brazos, la acunó y limpió su boca con las mangas de su camisa blanca. Era un fardo de carne inerte y ultrajada.
–Hijos de puta, os vais a enterar –masculló entre dientes.
La primera vez que la vio fue en la sala de juegos; un salón inmenso con dos titánicos espejos antiguos de marcos negros lacados, tan grandes que podías bailar y bailar dando vueltas y llegar a sentir la impresión de estar dentro de ellos: su presencia absorbía todo el recinto. Cuando los locos se portaban bien, pasaban a habitaciones de lujo, podían recibir visitas en este salón y disfrutar de una fingida libertad un rato tras la cena y surgían historias de lo más variopintas, porque sí, porque los dementes también se enamoran. ¿Qué es el amor sino una locura transitoria?
Ella vestía blusa celeste y una larga falda azul marino de cintura alta cerrada a la espalda con botones de pasamanería; parecía un lirio. Él, pantalón de franela gris y camisa blanca impecable, parecía mentira que un demente pudiera ir tan limpio; llevaba los zapatos sin cordones y el pantalón sin cinturón, precauciones para evitar ahorcamientos.
Sintió ternura al instante y la estuvo observando un rato con esa languidez que a él le parecía tan distinguida.
–¿Bailamos, madame? –La cogió de la mano y la llevó ante el espejo y, tiernamente, se acercó a su cabello, despedía un aroma a lilas, atisbó una lágrima en su iris azul y con la lucidez de quien se sabe metido hasta el cuello en el fango pero aún espera una vida mejor, le dijo:
–No llores, Elena. Mira, nosotros somos ésos, los que están dentro del espejo; los de aquí son nuestro reflejo. No llores…
Dieron vueltas y más vueltas en un triste vals sin música, el patético vals nupcial que nunca tendrían. Y así giraron incontables minutos, mirándose a los ojos, hasta caer exhaustos, riéndose, en el viejo sofá.
Nunca un baile fue tan triste y bonito a la vez; había tanto afecto en el aire que los demás internos miraban extasiados la danza de tan preciosa pareja.
Danzad, danzad aquí donde el mundo no puede tocaros. Pobres malditos.
Romanticismo.
Cuando se roba la dignidad a quien no tiene nada que perder, siempre se masca la tragedia… Él declaró a la policía que sólo quería darles una lección, “La estaban pegando desnuda”, pero las cerillas se le fueron de las manos, nunca mejor dicho.
El foco se originó en el primer sótano; algunos enfermos estaban atados a las camas o con camisas de fuerza; otros, tan sedados que no se enteraron. Se procuró desalojar primero a los de la última planta que eran los de familias más ricas, amplias habitaciones con ventanas con vistas a la sierra, con barrotes pero con vistas. Entre los siete finados estaban Elena y su hijo non nato.
Sentada en el césped, cuando Suzanne ya comenzaba a auto insultarse por su osadía, un haz de luz traspasó el muro de la sala de pesas, de dentro hacia afuera; después otro y otros más salieron de entre los muros a continuación y se acomodaron en la hierba, a su lado: Elena llevaba en brazos…, ¿un muñeco?
–¡Hola! –dijo con desenvoltura– Me llamo Elena…, bonita noche.
–Hola –respondió Suzanne, inquieta–…,¿qué queréis de mí? Estoy muerta de miedo…
Los payasos, Suzanne, los payasos… ¡No! ¡Sigue adelante! Su mente era una gran olla a presión donde los ingredientes cocían y se golpeaban entre sí.
Qué ironía, ella era una viva muerta de miedo y ellos, unos muertos que no sabían que no estaban vivos.
–¿Puedes ayudarnos a encender los aspersores? Tenemos mucho calor.
Nos ha jo…, no vas a tener calor: te quemaron viva, pensó Suzanne. Le pareció lógico razonar que los avistamientos de estos entes se produjesen en las aguas de la piscina y en sus cercanías: para aliviar sus quemaduras, era el lugar más adecuado de todo el solar que un día ocupó el frenopático. No sabía si eran muertos muy vivos o vivos muy muertos; es más, no estaba segura si ella estaría viva, muerta o soñando, pero, ¡quién era ella para contarles su realidad, suponiendo que fuese cierta, que no fuera un alma en pena más? Nadie, no era nadie; otro ente que se quema, pero por dentro, ante la maldad humana, así que como la vida es sueño y los sueños, sueños son.
Buscó el interruptor, accionó los aspersores y bailaron todos juntos bajo la lluvia artificial. Por un momento, se disipó el calor. Septiembre tocaba a su fin y el ocaso del verano se deslizaba entre las copas de los pinos. El olor a hierba fresca curó sus heridas del alma, ésas que siguen persiguiéndonos en otra vida y otra y otra…
–Gracias, Suzanne, nos vemos pronto –dijo Elena.
–Cómo lo sabes, preciosa, cómo lo sabes… –pensó Suzanne.
Fue en ese instante cuando decidió no tomarse nada en serio; si no podemos elegir nuestro destino, si el final siempre es el mismo enfermedad y muerte, sólo nos queda la osadía de poder llegar al final de camino declarando a viva voz que hemos vivido, que abarcamos de un bocado ese misterio llamado vida y nos lo comimos. Llegó al garaje, dejó su moto perfectamente aparcada y cogió el biplaza, necesitaba pasar otra vez por ese lugar donde todo huele a recién cortado.
Necesitaba creer, su corta melena al viento ,su perfil atrevido rumbo al futuro izando banderas ,cogiendo el timón, bajo sus pies un freno y un acelerador… ¿Qué son 200 caballos cuando el alma es libre?
Carpe Diem.
A mi locura
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Video de la canción No estamos lokos, Ketama:
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